
Joaquín vivía sólo y, aparte de él, sólo la portera tenía las llaves de su piso. Aún siendo la única opción, Joaquín estaba seguro de que la anciana señora María, a la que saludaba educadamente cada mañana, no era la persona que, en aquellos momentos, dormía en su cama.
A pesar del terror que le inspiraba, había algo en el bulto que respiraba bajo sus mantas que le resultaba extrañamente familiar. Poco a poco se fue acercando a su propia cama. El extraño se había dormido con las mantas sobre la cara, tal vez para protegerse de la claridad. Joaquín acercó la mano lentamente a la manta. Tiró bruscamente de ella y descubrió el rostro del desconocido.
Rápidamente apartó la mano de la manta como si quemase. Joaquín Romero, de 24 años, con todo el cuerpo agarrotado y la mano derecha sobre el pecho vomitó violéntame sobre el suelo. Jadeando, permaneció por unos instantes con la mirada clavada en el charco translúcido de líquido parduzco.
El desconocido era él mismo.