
El caminante se interna en el bosque. Avanza entre la espesura de los árboles. Huele a tierra, a musgo y a hojas mojadas. El caminante se detiene y mira el suelo. Un líquido rojo, caliente, se escurre entre las hojas, moja las suelas de sus zapatos. A escasos metros, tendido, yace un cuerpo de ciervo sin vida. A su alrededor el bosque calla, inundado en su silencio. Un silencio cubierto de diminutos crujidos, del susurro del viento, del sonido de pájaros cuyo canto llega diluido por la distancia.
-¡Qué curioso espectáculo!- exclama el caminante mirándote a los ojos- en esta tierra de nadie, incluso la muerte es bella. Este joven animal herido… ¡parece que aún fuese a respirar! Sin embargo, la brisa es ligera, carente de drama. Sus ojos negros y resbaladizos serán dulcemente absorbidos por la tierra. El tiempo que reina aquí es bien diferente al que he observado en las ciudades.
Los árboles no saben de tristeza.
Sobre sus troncos podridos,
crecen tiernos brotes.