jueves, 2 de abril de 2015

Nudo blanco


    
  Sentada frente al teclado del ordenador, con un nudo en el pecho, pensaba en cómo deshacerlo; en cómo rescatar algo de aquellas ideas deshechas y entretejidas en los hilos del tiempo blanco. Se trataba de una tarea compleja pues parecía imposible distinguir el principio o el final del hilo firme y pálido que apretaba aquella bola enmarañada. Por si fuera poco, tenía la impresión de cuanto más pensaba en cómo deshacerlo, más se comprimía. A menudo, esa opresión en el pecho le hacía abandonar cualquier intento de expresión, cualquier intento de huida, igual que la mano se aparta de las llamas en cuanto siente que la queman.

Se encontraba en un punto sostenido en el vacío, en un silencio, en una falta se sí misma pues cada una de sus ideas era atrapada y absorbida por el nudo. El tiempo era un minuto ocioso eternamente prolongado. El suelo, de cal y cansancio, la atraía con su magnetismo opaco cada vez que había logrado levantarse y hacía que sus piernas temblaran. Una vez en el suelo, se dejaba absorber. La rendición total. Huesos sin resistencia. Entonces experimentaba un placer vago y difuminado, como un pañuelo impregnado en cloroformo, que era seguido por una melancolía igual de difusa e inasible y de principio y fin desconocido.

“Habla de cosas concretas”, pensó. “Habla de un carrete de hilo rojo como la sangre, de una caja de cerillas vieja con los bordes totalmente desgastados, de un gatito negro asomado a la puerta, con sus ojos amarillos y fijos”. “Usa verbos”, pensó, “Nadie quiere dormirse en una página de adjetivos sobre tu incapacidad de escribir“. Alguien tiró del hiló y el carrete rojo se desenrolló bruscamente como el galope de un caballo y de la caja de cerillas vieja cayeron fósforos consumidos de frágiles cabezas negras. El gatito temeroso se escondió tras la puerta y la dejó sola con su silencio.

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